Ruedas de bicicleta, tomates y condones

Por Carlota Beltrame

Adjetivar de tóxico una cosa, es postular su negatividadRecientemente escuché que alguien hablaba de “conceptualismos tóxicos” para referirse a deformaciones o manierismos a los que el arte actual nos habría acostumbrado haciendo alusión a la promiscua convivencia entre “ruedas de bicicletas, tomates y condones”. Corroboré que, como tantas otras, esa persona carecía de herramientas idóneas para analizar no sólo la  relación de objetos por ella aludida, sino otras más reconocidas entre ruedas de bicicleta y bancos  o entre ovillos de cordel, placas de metal y tornillos, por no mencionar escurridores de botellas o palas para nieve.  

Mucho se ha dicho acerca de los readymades creados por Duchamp a los que se apunta al mencionar “ruedas de bicicleta”. En efecto,  no es posible  presuponer  ingenuidad alguna por  parte del sujeto enunciador  de aquella infortunada rima, de manera que, en este intento por dar una respuesta a sus aseveraciones, comenzaré mi análisis por el ineludible Marcel Duchamp quien no sólo es el creador del readymade”, sino el artista más influyente del siglo XX.   Mejor dicho, no haré foco ni en Duchamp ni en sus objetos ya que  no puedo agregar nada a lo mucho que ya se ha teorizado sobre el tema. Más me interesa señalar que hasta ahora no he encontrado ningún análisis que arriesgue una conjetura acerca de cómo fue posible que éstos tuvieran lugar; quiero decir, algún texto que reflexione sobre las condiciones y causas  que facilitaron la aparición del readymade a comienzos del siglo pasado.  Por medulares que fueran los análisis sobre su fenomenología, en ninguno de los que he leído se examina el contexto que,  a mi parecer,  no será precisamente la situación de guerra inminente que vivía Europa y/o la condición de clase burguesa provinciana e ilustrada de la que gozaba la familia Duchamp. 

Para encontrar y entender el contexto del readymade en tanto texto, propongo remontarnos al  Nietzsche de finales del siglo XIX y a su controvertida frase “Dios ha muerto”. Como se sabe, o se deduce, se trató de un intento por asesinar a un dios que sin embargo logró sobrevivir. Mas esa fallida tentativa  por “desdivinizar” al mundo,  sólo 27 años más tarde habilitó otro cambio radical, ya que en 1913 Marcel Duchamp “desdivinizaría” el arte con su primer  readymade, para continuar haciéndolo durante el resto de su vida.

Analicemos la estrategia: aunque el platonismo continúa teniendo vigencia, Friedrich Nietzsche impugnó aquella  la noción platónica según la cual un demiurgo colocaba los arquetipos en el mundo de las ideas a fin de que los seres humanos, conforme los contemplaban, hicieran lo propio en su contexto cotidiano. A la noción de semejanza platónica se le agregarán posteriormente las de conveniencia, simpatía, emulación, signatura y analogía, convirtiendo a la mímesis en la clave de la representación, de manera que  el centro de interés estaba puesto sobre el criterio pragmático que, ante todo, analiza las “maneras de hacer” del arte. Como contrapartida, eliminar al demiurgo, (matar a dios), implicaba prescindir de los “objetos A” del mundo inteligible a fin de concentrar la mirada en los de este mundo, también llamado sensible o de los “objetos B”. Desaparece así la aspiración de hacer referencia a aquellos modelos que, por paradigmáticos, eran excelsos, trascendentes, universales, sublimes, necesarios y perennes.

Espectadores no entrenados imaginan que al concentrar  la mirada en los objetos ordinarios, se busca  dar un sentido nuevo a cosas que no lo tienen y de allí su rechazo, pues, ¿qué podría surgir del vínculo  promiscuo entre ruedas de bicicleta, tomates y condones? Sin embargo la “desdivinización del arte” apunta a  modificar la forma en la que se interpretan los “objetos B” porque, cuando desaparecen los arquetipos, la cadena de dilucidación del mundo se hace infinita ya que no termina o “choca” con ninguno de ellos.  En efecto, no existirá un punto absoluto de interpretación y así el signo se tornará en algo angustiante  porque devendrá  ambiguo. 

Este cambio brutal en la historia del pensamiento humano permitió superar el criterio de verdad tradicionalmente atribuido a la excelencia técnica con que se  resolvía la obra de arte  para concentrar la lectura en las “formas del ser del arte”.  En efecto,  cuando la estética surge como disciplina, lo hace sobre el cuerpo ya enfermo de la mímesis pues postula la interpretación y, sabemos que, con el correr del tiempo, otras ramas del pensamiento  la reforzaron, aportando instrumentos cada vez más sofisticados que colocaron al concepto en un lugar privilegiado dentro de la estructura del objeto artístico. 

Imagino que la resistencia hacia el arte actual tiene que ver con los desafíos que plantean las porosas fronteras entre el extraordinario mundo del arte y el  ordinario mundo cotidiano, ambos plagados de “objetos B”. Hay quienes dicen que en la Edad Media  los destinatarios de una catedral gótica vivían ese espacio a la vez como una experiencia religiosa, mística y artística, en contraposición con el arte actual que necesita de intérpretes que nos adviertan  que estamos en presencia de  una obra de arte pues el “aura”, tal como lo vaticinara Benjamin, habría desaparecido de manera que su cercana lejanía ya no nos arroja hacia la ansiada dimensión estética.  A mi parecer, las catedrales góticas siguen proporcionando aquella triple experiencia epifánica a los espectadores atentos que siempre es posible encontrar entre las miríadas turísticas que las visitan, pues no sólo conservan intacta su “aura” sino que en ellas, como en tantas obras clásicas, aún mora dios. Pero disiento modestamente con el gran Benjamin respecto de su vaticinio sobre el arte moderno, al que encontraba condenado a una prosaica cercanía ya que  la reciente desdivinización del arte se ha levantado contra los arquetipos platónicos, no contra el “aura” propiamente dicha, y  ahora ésta se nos aparece en otra parte, producto de un desplazamiento que va de aquél objeto  A, al tipo de vínculo simbólico que, con sus espectadores, establecen los humildes objetos B.  Así, el “aura” tiene menos que ver con dios, que con la capacidad de mutar lo ordinario en extraordinario.  

No parece éste un texto propicio para hablar de belleza, ya que es sabido que Duchamp elegía a los objetos que transformaría en readymades a raíz de su “indiferencia” estética. Aquí, esta  palabra  es utilizada como sinónimo de belleza porque hoy pensamos que la dimensión estética de una pieza artística está en lo que nos “hace decir”, no en sus cualidades estrictamente formales ni en las maneras más o menos virtuosas con las que éstas han sido encaradas y,  como se sabe, miles de voces han debatido sobre aquellas obras tan poco amigables.    

El secreto del malentendido en torno a los readymades duchampianos y  su estela  sobre el arte conceptual posterior se halla en el fracaso del atentado nietzscheano a Dios que, si bien nos ha demostrado lo necesario que éste ha sido y es para la vida humana, no es menos cierto de que el arte actual se las ha arreglado muy bien sin él.  Como la belleza que platónicamente asociamos con  verdad y bondad (la virtud, en suma),   dios no resulta  un valor  demasiado relevante en las prácticas artísticas contemporáneas. Pero soy optimista pues pertenezco al reducido grupo de amantes del arte que cree que la belleza es posible sin la mímesis, es decir aún sin la alusión a lo excelso, trascendente, universal, sublime, necesario o perenne y me hago cargo del desplazamiento del aura, que ya no mora en el objeto.  En todo caso, lo que debe quedar claro para quienes que se enfrenten  a la aparente toxicidad de ruedas de bicicleta, tomates y condones, o mucho mejor aún, a la de  ruedas de bicicleta ensartadas en  bancos de madera, es que resulta inútil encarar problemas nuevos con herramientas definitivamente perimidas.