Sobre paternidad y filiaciones

Es curioso el hecho de que en la escena artística local se continúe el debate sobre la vigencia de nuestra modernidad tardía y el ideologema del “maestro” como si se tratara del envase protector contra un “arte-otro”. De esta forma pareciera que fuésemos más fieles no sólo a un determinado tipo de práctica, sino a las personas que encarnaban aquella figura. Olvidamos que, como vanguardistas que eran, esos maestros asumían relatos de emancipación, no de aislamiento, historias de excluidos que luchaban por su lugar en el mundo pensando que si las ideas estéticas de sus predecesores dominantes no eran lo suficientemente flexibles como para admitir las nuevas formas, entonces esas convicciones debían cambiar. En efecto, en medio de grandes certezas, un “maestro” se sabe de memoria. Introduce una diferencia en un contexto normado para dejar su “marca de estilo” imprimiendo así una inequívoca subjetividad que cultivaba para definir su sello, sin abandonarla nunca, porque lo representaba y distinguía ante sus pares, sus espectadores y sus discípulos.

Sin embargo, desde los tardíos años 80, la información comenzó a circular con una celeridad tal que los lugares y sucesos más lejanos se nos acercaron posibilitando un intercambio de ideas, formas, imágenes e imaginarios. En nada ajeno a este fenómeno, el campo de las artes visuales se revolucionó con la poderosa estela duchampiana resignificándose por completo para instalarse definitivamente en un mundo ya sin dioses. Su “desdivinización” daba lugar a lo precario, a lo vulnerable, a lo pequeño, a la incertidumbre y a lo contingente.  Este cambio tan radical permitió superar el criterio de verdad tradicionalmente atribuido a las finas destrezas con las que se construía  la obra de arte, para, antes bien, concentrarse en las formas del ser del arte.  En efecto, cuando la estética surgió como disciplina, lo hizo sobre el cuerpo ya enfermo de la mímesis pues postulaba la interpretación y, posteriormente la reforzaron otras ramas del pensamiento (la semiótica, la lingüística, el psicoanálisis), aportando instrumentos cada vez más sofisticados que colocaron al concepto en un lugar de privilegio.  El artista contemporáneo trabaja con un método que le permite fluctuaciones y cambios a veces radicales en el cuerpo de obra, pues se basa en una idea que condiciona su mecánica de trabajo y  los elementos con los cuales creará las diferentes piezas. En oposición a las del maestro, cada una de ellas puede ser muy distinta a la anterior, unida a ésta sólo por un “aire de familia”. Así y todo, entre las estrategias más corrientes de interpretación del presente, se encuentra la invocación del pasado en un afán de  acceso a lo que realmente ha sucedido, en un afán por superar toda incertidumbre y saber si se halla definitivamente cerrado o si, quizás bajo otras formas, continúa aún vivo.  En consecuencia, concebimos al talento individual del artista como algo que se desenvuelve dentro de un sentido histórico y que implica percibir no sólo lo extinguido del pasado, sino también lo inconcluso. No existe modo alguno en que el aquél pueda ser aislado del presente pues pasado y presente se informan coexistiendo cada uno con el otro. Resulta arduo imaginar un artista que, por sí mismo, posea un sentido completo. 

Si podemos comprender que la ruptura del arte actual tuvo lugar no sólo en contra de unas convicciones estéticas sino merced a ellas, también podrá disiparse en algo la perplejidad de un espectador cuya interpretación no “choca” con dios, el paradigma al que quizás refieren todos los signos en las obras de arte del pasado. En efecto, en las historias mínimas de nuestros artistas contemporáneos aún  resuenan aquellos relatos de emancipación de la modernidad y  nuevas formas de la exclusión se visibilizan en el trabajo con lo inestable y lo contingente pues está claro que si el hijo increpa al padre, sin duda es porque éste lo ha concebido.

Carlota Beltrame