S/T

Por Carlota Beltrame

Si en la periferia no estuviéramos tan obsesionados con perder o con tratar de ganar, reconoceríamos el valor que tuvieron la apropiación y los mecanismos de reciclaje en la conformación de nuestra cultura.

Luis Camnitzer

Creo que fue en mayo de 2016 cuando Fernando Farina me invitó a participar del lanzamiento de Bienal Sur que tendría lugar en el patio trasero de la Casa Histórica, coincidiendo con la conmemoración del año del bicentenario de nuestra independencia. Entre los disertantes se hallaba Néstor García Canclini y, naturalmente, me sentí muy halagada. Tenía diez minutos para exponer de modo que preparé una mini ponencia que hablara no tanto de mi obra, sino de nosotros; es decir, deseaba que mi participación, más que estética, fuera política. 

Sin embargo, todo lo que ocurrió aquella mañana sobrevino en medio de un clima extraño y contradictorio. Yo pensaba que la cantidad de porteños en nuestra escena afirmaría el sentido político de mi breve alocución pero la figura de García Canclini eclipsó a tal punto mi presencia que luego de sus palabras, la gente se levantó para correr tras él dejando la sala casi despoblada, de manera que la dirección política de mi corta pero pensada exposición perdió su fuerza pues no tuvo interlocutores que manifestaran su interés. Supongo que tratándose de mí esto no es extraño, pero esta ausencia de eco y no otra cosa es lo que confirma mi diagnóstico sobre varios de los problemas de las escenas  no hegemónicas, como la de San Miguel de Tucumán (pero en perspectiva, también la de la CABA).  No eran nuevas algunas de mis palabras pues ya las había enunciado en otros trabajos, sin embargo las repito ahora porque creo que no han perdido vigencia. 

A un artista del “centro” nunca se le ocurriría dudar de la universalidad de su práctica pues, según un orden ya establecido de las cosas, la universalidad se halla automáticamente presente en su obra. Siempre otros son los que deben esforzarse por lograrla, como si la universalidad fuese una meta por alcanzar que, para un artista alejado de los centros dominantes de producción, distribución y consumo, se encontrara siempre muy lejos de su lugar de origen. Para ellos (para nosotros) el destino obligado incluiría la adopción de otras identificaciones que harían de su (nuestro) modesto presente local una mera instancia de aprendizaje. Así, la hermandad aparentemente deseable de los artistas que se forman y residen en el “centro” excluye como a hijos bastardos a quienes no pertenecen a éste, aunque cierta corrección política (y por qué no, cierto genuino interés) incluya poéticas de la diferencia en sus curadurías.  Cuando eso ocurre todos corremos detrás de los curadores negando la mirada y la escucha a nuestros pares. 

En su ensayo Can the Subaltern Speak?, la socióloga india Gayatri Spivak define al subalterno por su incapacidad de articular enunciados que cuestionen el discurso dominante de manera autónoma. Esto implica un esquema mental binario en el que, sin embargo, el sujeto hegemónico juzga al Otro a partir de sus propios valores culturales, tanto si le considera diferente, como si asume que este Otro es esencialmente idéntico al observador, hecho que lo impulsará a acercarse a partir de las pautas conceptuales que ya conoce y cree compartir con éste.  Pero la subalternidad es recíproca pues en el caso de las escenas artísticas, quienes no pertenecen a aquéllas que detentan cierta hegemonía, suelen concentrar sus desvelos por cumplir los requisitos para lograr pertenencia sin modificar las relaciones de poder ni las narrativas dominantes, al tiempo que, a menudo son reproducidas acríticamente.  Sin embargo, la férrea resistencia a esta actitud que yo asimilo a un “universalismo extremo” también configura un tipo subalterno pues los modelos residuales o de exotismo y tipicidad que tienden a cristalizarse como resultado de este rechazo, desembocan en un “particularismo” al cual, por no repetir vocablos, llamaré “intenso”. Contrariamente a la antinomia que existe entre estos extremos, es sabido que  entre lo universal y lo particular existen tensiones a cuyo interior se revela una variedad sorprendente de experiencias culturales valiosas y aunque nadie puede negarnos el legítimo deseo de estar a tono con lo universal y lo contemporáneo, es nuestra responsabilidad comprender que ponernos a la altura de los desafíos y logros de las comunidades hegemónicas no implica aplanar los rasgos locales cuya sostenida familiaridad nos distingue ante los demás.

Entre artistas de nuestra escena contemporánea he constatado la apelación a una cierta lengua “minoritaria”. Me refiero al uso de un lenguaje que funciona como una contraseña cuya decodificación queda a cargo de un espectador cómplice capacitado para inferir las implicancias de un relato enunciado en la superficie de la obra que, sin embargo, no es evidente para todos. Me refiero a experiencias, percepciones, respuestas que administran el sentido volviéndolo opaco ante los ajenos ojos profanos; en nuestro caso, volviéndolo opaco a la mirada de quienes no conocen Tucumán con alguna profundidad.  En efecto, por contemporáneo que sea, cuando un artista invoca una lengua minoritaria (cierto argot, cierta alusión a colores, olores, sabores, temperaturas) está postulando un lector que comparte la escena comunicacional. Esta cualidad semántica, que es doble, tiene su eco en el mundo global pues éste también se desarrolla dos niveles, el universal (hablamos de artistas que se autodefinen como contemporáneos), y el particular (hablamos de artistas que se sienten herederos de una tradición). 

Pero… ¿cuáles serían las estrategias que nos permitirían construir discursos autónomos al tiempo de hacernos eco de las tensiones del mundo hegemónico? A mi juicio dos:

  1. De Borges, pero también del controvertido Nicolás Bourriaud,  tomo el concepto de “traducción”, ya que, para existir verdaderamente, cualquier signo ha de ser traducible habilitando un mayor acceso al texto artístico y, por lo tanto,  ha de poder ser modificado aunque conserve aún los caracteres que refieren a su génesis. De esta manera la traducción puede realizarse dentro del mismo idioma resguardando cierto sentido original que, sin embargo, no impide la entrada de variables que actualicen su significado. Sin traicionar la lengua minoritaria, la traducción permite un mayor acercamiento con el Otro porque busca puntos de comprensión avanzando por sobre el mero registro de la diferencia tanto en el tiempo, como en el espacio. Estoy refiriéndome a la historia o, si se quiere, a las historias del pasado que aún se respiran en la atmósfera tiñendo nuestra percepción del presente. También me refiero a nuestra geografía natural y urbana que, cotidianamente deja su huella en el lenguaje. 
  1. Mencionada antes que yo en Bienal Sur por su propio autor conceptual, la “hibridación” es la segunda estrategia propuesta para el conjuro tanto de los universalismos como de los particularismos extremos. En efecto, la hibridación habilita   entrelazamientos entre lo tradicional y lo moderno, entre lo sofisticado, lo popular y lo masivo. La hibridación en los lenguajes, recursos y soportes permite una fusión multicultural cuyos componentes se potencian entre sí al tiempo que se sintetizan en cuatro conceptos: emancipación, expansión, renovación y democratización.

Asumiendo que dialogan con una producción cultural preexistente y avanzando por sobre el aire de familia que hibridación y traducción poseen con la “cita”, resulta curioso vislumbrar en qué medida, sin ser las mismas operaciones, se entrelazan entre sí porque se apropian de algo que les es ajeno, que no les pertenece. Pero, mientras la cita propone un diálogo en términos de subalternidad del citante respecto del citado;  la traducción conserva el sentido de origen iluminándolo con nueva luz a fin de potenciar algo que ya existía pero que estaba cerrado para quienes desconocen la lengua propia del original y la hibridación se libera aún más con el fin de mixturarse generando  terceras posibilidades que frecuentemente dan lugar a nuevos géneros. 

Así, por locales que puedan ser, no hay nada más contemporáneo ni más universal que asumir los desafíos de hibridizar y traducir los signos propios. Estoy pensando en piezas como Gobernadores (2010) de Rosalba Mirabella  o S/T (2017) de Gaspar Nuñez. Ambos  trabajan a partir de obras que los preceden muy caras a la tradición artística local; la primera: los retratos en carbonilla de los mandatarios tucumanos realizados por Lola Mora desde  1853 hasta el año de los festejos del 9 de julio de 1894 ; el segundo: la serie Mineros de Juan Carlos Iramain.  Lenguas minoritarias se usan aquí ya que sólo otro tucumano puede comprenderlas a cabalidad pero que se universalizan gracias a los procedimientos de hibridación y traducción. Rosalba a través del recurso del papel recortado, de la estructura genérica del rostro a la manera de un Play Móvil y de la instalación de pared; Gaspar, de la anamorfosis resultante de verter cemento en calcos de silicona sin contramoldes  que no resisten su densidad y su fuerza expansiva, así como  de la instalación de piso, en este caso. 

Los casos son muchos. En tanto artista, yo misma gusto de ponerme en ese lugar, pero hallo otros ejemplos también en nuestro incipiente cine o en nuestra poesía. 

Consideramos poco probable que artistas no residentes en las escenas hegemónicas tengamos acceso a representaciones en el ámbito internacional como la Bienal de Venecia o la Documenta de Kassel  pues, al menos como están dadas las cosas, no es algo que esté en nuestras manos. Sí lo está destacar que la demandada universalidad de  nuestra práctica ha sido conquistada hace años pues en las provincias sobran artistas que han renovado, colectivizado y emancipado el sentido de lo que, se  reconozca o no, local y ancestralmente nos atraviesa y nos identifica.